miércoles, 31 de octubre de 2007

El dedo en la estética

Por qué escribo eh? Por qué???
2da maratón cultural “el dedo en la estética”


“Para qué escribimos” es una pregunta arriesgada. Uno puede oír según a quien uno se la formule tanto respuestas inspiradoras y sugestivas, como verdaderos mamarrachos y metralladas de lugares comunes. Esta introducción es, desde luego, una excusa por lo que van a tener que escuchar.
Siempre que se habló de “arte poética” en el marco de esta 2da maratón cultural se habló de una poesía “situada”, una poesía del “aquí y ahora”. Esta proposición me parece en principio sospechosa. En primer punto porque parece sugerir la idea de que un poema, o una obra de arte cualquiera responde y deviene de manera directa a las circunstancias históricas en que ha sido escrita.
Recuerdo en este momento (el de escribir estas líneas) un ensayo sobre estética y hermenéutica de Gianni Vattimo[1] en que reseña algunas posiciones sobre la experiencia estética y el concepto de verdad en el arte. De un par de ellas me quisiera servir a los fines de esta breve exposición.

La primera define la experiencia estética únicamente en relación con una dimensión de la conciencia. El arte no es arte por virtud de atributos o rasgos presentes en las obras mismas sino por una “actitud” del sujeto que las contempla. La obra de arte se desvincula lisa y llanamente de sus circunstancias históricas. Cualquier cosa puede ser artística siempre que el sujeto la someta a una “contemplación pura”. Lo que pondría en el mismo plano a la gioconda con una zanahoria.
Esta contemplación pura supone básicamente que todo sujeto (cualquiera de nosotros) está armado con una conciencia estética válidamente universalizable que nos provee de parámetros objetivos y a priori para elucidar de manera meridiana si nos encontramos o no frente a una obra de arte.
La falsedad (y yo diría: la petulancia) de este silogismo es evidente en este momento histórico y parece respaldar la posición mayoritaria de mi entorno que es probablemente el de la maratón, tal es que la obra de arte no puede desvincularse en un modo radical de las circunstancias históricas en que fue producida.
Sin embargo la afirmación contraria (“toda obra de arte se desprende de modo infalible del contexto histórico que la produjo”) tampoco me termina de convencer y para convencerme haría falta una reconstrucción puntual y minuciosa de dicho contexto. Esta reconstrucción sólo podría ser empresa de una memoria perfectamente infinita (salvo que el hombre esté parado sobre el fin de la historia, con la historia concluída es posible asignar a cada acto, a cada gesto su verdadero valor).

Ambas posiciones se apoyan sobre un niño bien pretencioso y engrupido: ya sea por portar una conciencia estética universal e infinita, ya sea por su presunta capacidad de reconstruir los infinitos rasgos de una historia que no cesa de nunca de cambiar y de cambiarnos.
En ambos caso se trata de sujetos INMODIFICABLES. Se parte de cierta clase de conciencia y de memoria infinitas y universales que no pueden encontrar (por ser precisamente infinitas y universales) nada en una obra de arte que sea diferente de sí mismas, nada que no haya preexistido en su memoria.

La sola posibilidad de pasarnos la vida arduamente leyendo y escribiendo y publicando para que nadie encuentre en nuestro trabajo nada diferente de sí mismo produce, hay que admitirlo, un vacío levemente aterrador.
Afortunadamente el hombre no es perfecto; el concepto de hombre desde el cual yo trabajo y para el cual yo escribo es además de finito, bastante imperfecto, requisitos imprescindibles para vivir una verdadera experiencia estética.

Suscribo a la idea sencilla y aparentemente tautológica de que una experiencia estética es verdadera cuando es verdadera experiencia.

A veces cuando leo (no siempre) siento que algo verdaderamente ocurre en la lectura, que no salgo inmune de esas páginas, que algo aunque sea modesto se modificó para siempre y que, en consecuencia, llevo conmigo un poco más de experiencia.
Cuando ya nada me sorprende aún algo me sorprende. Muchas veces son los mismos viejos textos que ya había desechado en otro momento de mi vida por no haber encontrado en ellos nada que me conmoviera de algún modo.
La explicación es simple si el hombre cambia, el texto no puede dejar de cambiar. Tanto el hombre como el texto están hechos de memoria y de olvido al mismo tiempo. Hay, en uno como en otro, un vastísimo (aunque no infinito) legado de voces, de alusiones, de lecturas, relecturas y citas olvidadas.
Asimismo hay en toda experiencia estética un simultáneo ejercicio de memoria y crecimiento, de tradición e innovación. Uno puede encontrar en cualquier texto la complicidad de un recuerdo o una historia compartida y la inesperada traición de una metáfora perfecta.

Voy a terminar este “por qué escribo” diciendo que cuando me topo (generalmente en televisión, generalmente en canal 13, generalmente de noche) con un hecho presuntamente estético del que siento que no aporta a nadie nada diferente de sí mismo, nada que no preexista en su conciencia, nada fuera del lugar común, la automasturbación y la complacencia, en ese momento recuerdo de modo indiscutible por qué todavía escribo.
[1] Estética y hermenéutica; Poesía y ontología. Universidad de Valencia 1993.

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